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[Spanish] Duelo en la playa al atardecer

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[Spanish] Duelo en la playa al atardecer
« on: September 04, 2021, 09:48:36 PM »
Hola. Dejo aquí una historia, después de mucho tiempo sin escribir. Espero que os guste esta lucha entre dos rivales muy diferentes.

DUELO EN LA PLAYA AL ATARDECER

Lym se arrepentía de su arrebato. Aquella tarde habría deseado hacer cualquier cosa que no fuera encaminarse a la Playa del Sur, la que solía estar sin gente, pero era una mujer de palabra y estaba harta de Helga.

Desde que había llegado a la isla, tres meses atrás, los roces con Helga habían sido frecuentes. Lo triste es que Lym no tenía nada contra ella. Aquella rubia bajita con más curvas que una carretera de montaña era de lo más creído y se pasaba todo el tiempo compitiendo con las nativas de la isla. Y como Lym estaba considerada como la más guapa, despertó la envidia de Helga. Se empeñaba en provocarla, en decirle que los chicos de la isla iban a olvidarse de ella, como si a Lym aquello le importara o como si fuera posible.

Cuando llegó a la playa, aquella tipa estaba sentada frente al mar. Verla la enfureció tanto que disfrutó al imaginársela tumbada en el suelo tras la paliza que le iba a dar, con la cara llena de sangre y los ojos inflamados. Mientras se acercaba, recordó el encontronazo de aquella mañana.

Lym estaba hablando con Golomo, un chico bastante mono, pero demasiado tímido. Lo cohibía conversar con la mujer más guapa de la isla, aunque estaba consiguiendo que se abriera un poco a ella. Entonces apareció Helga, con el escote que siempre lucía y que dejaba a la vista buena parte de sus pechos enormes. Se apretó contra Colomo y le acarició la papada.

—Ten cuidado con esta guarra —le dijo—. No te imaginas lo que cuentan sobre ella.

Colomo se había ruborizado. Había bajado la vista y como Helga solo le llegaba al hombro, tuvo una visión de sus pechos demasiado completa para lo que un hombre tan tímido podía soportar. Y además, le apoyaba el pecho derecho contra el costado. Balbució una disculpa y se alejó lo más deprisa que pudo. Lym la miró furiosa.

—¿Por qué no me dejas en paz?

—¡Oh! ¿Te gusta Colomo? Pues se va a pasar el día pensando en mis tetas. Qué pena me das.

—Eres una cerda.

—Mejor ser una cerda que ser la más puta de la isla.

Lym no se contuvo y le dio un guantazo. Helga abrió mucho los ojos y le dio un bofetón muy fuerte, mucho más de lo que esperaba de una chica que solo le llegaba a los hombros. Lym se acercó para intentar arrancarle los pelos, pero Helga retrocedió.

—Aquí no, que hay gente. Esta tarde, en la Playa del Sur, una hora antes del atardecer.

Era cierto, dos mujeres se les acercaban. Helga se alejó a toda prisa y así quedó pactado el desafío.

Helga se levantó cuando Lym estaba a unos diez metros de ella. La rubia le sonrió con maldad.

—Pensé que no vendrías, guarra.

—Cállate y pelea —dijo Lym, cerrando los puños y poniéndose en guardia.

—No tan rápido. No te he desafiado para luchar como si fuéramos dos bestias. Para decidir quien de las dos es la mejor, no hace falta que nos mordamos, nos arañemos o nos rompamos algo.

Lym cruzó los brazos y esperó a que su enemiga hablara. Uno de los motivos fue realzar sus pechos. Eran más pequeños que los de Helga, pero solo un poco, y quiso dejárselo claro.

—No quiero que me estropees la piel o me rompas la nariz y, aunque seas una guarra, tampoco quiero desfigurarte: ibas a pensar que lo hago porque me da miedo tu belleza.

—No seas tan pesada. Dime ya qué es lo que quieres.

—Va a ser un combate sin golpes, arañazos ni mordiscos. Ganará la que consiga inmovilizar a la otra o la obligue a rendirse. Podemos tirarnos del pelo, pero no arrancarnos mechones. Sí valen empujones o retorcernos un poco las piernas o los brazos, pero sin lastimarnos en serio. ¡Ah! Y un beso equivale a un mordisco. ¿Aceptas estas reglas o tienes miedo?

Lym asintió y se puso en guardia, esta vez con las manos abiertas, preparada para agarrar y derribar a su rival. Para su sorpresa, Helga emitió una risilla.

—Así no. Lucharemos desnudas, si no ganará la que tenga la ropa más apretada, en vez de la mejor.

Helga tardó un instante en quitarse la falda y luego la blusa. Lym la miró, vestida ya tan solo con unas braguitas rosas. Era bajita, pero tenía un cuerpo espectacular, envidiable. La piel muy blanca, los pechos grandes y de areolas de color rosa claro. El vientre un poco redondeado, con aspecto de ser blando. El ombligo profundo, las caderas anchas y los muslos también, aunque firmes. Lym abrió los ojos cuando su oponente se quitó también las braguitas.

—¿Qué pasa? —dijo con los brazos en jarras, sonriente, luciendo su cuerpo precioso—. ¿Tan fea eres que te da miedo quedarte en pelotas?

—¿Y qué pasa si no quiero este tipo de combate, sino reventarte a puñetazos?

—No te interesa, créeme, pero si me das una paliza, iré a ver al jefe de la isla y le diré que me atacaste. Soy buena actriz: me creerá. ¿De verdad prefieres que te parta la cara a desnudarte?

Lym suspiró y se desabrochó la blusa. Luego se quitó la falda y se quedó en ropa interior. Volvió a suspirar cuando se quitó el sujetador y, finalmente, hizo lo propio con las braguitas. Helga la miró con deleite y Lym apretó los labios. Era muy diferente a su rival. Mucho más alta, más esbelta y con un cuerpo más atlético. Tenía el pelo negro hasta los hombros, la piel ligeramente tostada y los ojos negros.

—Tienes más tetas de lo que pensaba —dijo Helga—. Solo un poco más pequeñas que  las mías, pero yo las tengo más bonitas. No estás mal: eres una digna rival.

Lym respiraba con fuerza. Se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Quería empezar ya el combate, pero Helga parecía divertirse alargando aquello. Se le acercó despacio, mirándole el cuerpo.

—¿Tienes alguna duda? —dijo Helga.

Lym negó y Helga se alejó hacia una zona donde la arena estaba seca y blanda. La siguió y quedaron enfrentadas a dos metros de distancia.

—¿Preparada? —preguntó Helga.

Lym tuvo el tiempo justo de decir que sí. Helga cargó contra ella. Lym se echó a un lado y alargó las manos para aferrarle los brazos a la rubia. Helga fue más rápida. Le agarró los pechos a Lym y se los estrujó. Gritó, no porque le estuviera haciendo daño sino por la sorpresa de verse atacada en esa parte del cuerpo.

Lym le rodeó las muñecas mientras la rubia le apretaba los pechos y liberaba la presión una y otra vez. No se atrevía a hacer fuerza porque se haría daño a sí misma al tener los pechos estrujados. Lym no supo reaccionar: Helga la soltó y en un instante la había abrazado y había pegado la cara al pecho izquierdo.

Lym sintió una presión en las costillas que le dificultaba respirar. Notó asqueada que Helga le besaba el pecho, con la cabeza apretada contra él. Recordó lo que eso significaba y se angustió al pensar en que si hubiera sido la pelea sin reglas que Lym había deseado, Helga le estaría destrozando el pecho con los dientes
.
Lym no podía sino mantener el equilibrio. Helga intentaba desplazarla a un lado y a otro. La diferencia de altura era tal que la parte inferior de los pechos de Lym tocaban los hombros de Helga y que los grandes senos de la rubia le presionaban el estómago. Lym le agarró dos mechones grandes de pelo, con el objeto de tirar sin arrancárselos y logró despegarle la cara del pecho. Sin embargo, Helga le agarró el pelo alzando una de las manos que le aferraban la espalda y la obligó a quedar mirando al cielo. Lym se preocupó: Helga tenía bastante más fuerza que ella.

Los tirones de pelo y los esfuerzos de Helga dieron con Lym en el suelo. La rubia cayó sobre ella y la dejó sin aire. Le atrapó el muslo derecho con las piernas, le apretó las costillas un poco más y le besó el otro pecho. Lym no sabía qué hacer, cómo liberarse de su presa. Se sentía desmoralizada.

Con mucho esfuerzo, Lym usó la pierna libre para quedar de costado y, al fin, terminó sobre su rival. Duró muy poco: Helga la obligó a girar y quedó de nuevo sobre Lym. Desesperada, palpó los brazos y la espalda de la rubia, que le volvía a besar el pecho. La pierna derecha de Lym estaba inmovilizada y no tenía habilidad para usar la izquierda para liberarse. Los brazos no le llegaban a los muslos de Helga y, por rabia y desesperación, le estrujó las nalgas, pero la rubia no se inmutó y siguió impidiéndole respirar bien.

Si seguía así, Lym acabaría perdiendo el conocimiento u obligada a rendirse. Se le ocurrió cerrar los puños e introducirlos entre los vientres de ambas, que estaban pegados. Consiguió hacerlo y empujó el vientre blando de la rubia hacia arriba. Helga se separó un poco y dejó caer la cadera y el vientre sobre el cuerpo de Lym varias veces, hasta forzarla a retirar los puños. Cuando Lym los retiró, su rival le apretó más el muslo que le aprisionaba y volvió a presionar el vientre de Lym con el suyo.

Lym notó la respiración agitada de Helga sobre su pecho. La rubia había alzado la cabeza y Lym tuvo una idea. Ladeó la cabeza de su rival para dejarle la cara en el centro de su seno derecho, cruzó los brazos sobre su propio pecho y apretó con ganas. Notó la barbilla y la nariz de Helga hundidas en la carne. Le dolía aquella presión, pero apretó con más fuerza.

Helga tuvo que liberar el abrazo que martirizaba a Lym y plantó las manos en la arena para alzar el tronco. Como no lo consiguió, palpó los antebrazos de Lym y apretando con fuerza los antebrazos, logró liberarse.

Lym logró que quedaran tumbadas de costado, con los antebrazos agarrados, las piernas entrelazadas, pero los torsos separados. Se dieron ambas un breve respiro, que aprovecharon para jadear tres o cuatro veces, pero Helga volvió con rabia a la carga. Se alzó para quedar de nuevo sobre ella. Aunque Lym logró mantenerle el torso separado un tiempo, su rival era demasiado fuerte y sacaba partido de tener su peso sobre ella. Liberó un brazo y enfureció a Lym al volverle a estrujar el seno derecho. Le rodeó la muñeca que la martirizaba y no pudo evitar que la rubia le besara el otro pecho.

Furiosa, Lym le tiró del pelo con fuerza y Helga respondió dándole un tirón de pelo igual de fuerte. Ambas se quejaron débilmente por el dolor que les causaba tener el cuello doblado por los tirones de pelo mutuos. Se quedaron un rato en esa situación, sin apenas moverse, intentando determinar quién iba a cansarse antes. Lym aceptó que una rival tan pegajosa como Helga tenía ventaja por ser más bajita. Con las piernas trabadas, la rubia tenía muy fácil atacarle los pechos, mientras que para Lym era imposible tocarle el vientre o los pechos a su rival.

Los estrujones que sufría en el pecho tuvieron en Lym un efecto humillante: sintió que los pezones se le endurecían. Luchó con la pierna izquierda, libre, para separarle los muslos a Helga, sin éxito. Lym le soltó la muñeca del brazo con que le torturaba el pecho y usó ambas manos para tirarle del pelo a Helga. Logró desplazarle la cabeza hacia atrás y provocarle un quejido débil. Luego logró que quedaran tumbadas de costado y, al fin, Lym quedó encima de Helga.

La rubia le soltó el pelo y le estrujó el otro pecho con la mano libre. Lym le dobló el cuello a un lado y a otro y quiso golpearle la cabeza contra la arena, pero se contuvo a tiempo y, aunque levantó la cabeza de su rival un poco, la golpeó contra el suelo sin fuerza. Helga seguía estrujándole ambos pechos, y tenía que estar notando lo endurecidos que tenía los pezones. Era una táctica repugnante, que le impedía a Lym concentrarse y contraatacar con eficiencia.

Helga la sorprendió una vez más. Le soltó los pechos y le empujó el costado con ambas manos. En un instante volvía a tenerla encima y le apretaba de nuevo las costillas en un abrazo asfixiante. Y le volvía a besar el pecho izquierdo, recordándole que si Helga no hubiera tenido compasión, ya se lo tendría destrozado a mordiscos.

Lym, de nuevo, le abrazó la cabeza para cortarle la respiración usando su propio pecho como almohada. La rubia ya lo había previsto: le liberó en parte la pierna para alzar el tronco y dejó  caer el vientre sobre el de Lym. Lo empezó a hacer repetidas veces, de manera que le arrancaba a Lym un bufido con cada golpe.

Lym perdió el lance. Medio asfixiada, liberó a la rubia y le empujó las nalgas hacia abajo para evitar que siguiera golpeándole el vientre. Con la rapidez que mostraba cuando lo deseaba, Helga le liberó la pierna, le apretó los costados con las rodillas y el vientre con la cadera y apoyó sus pechos contra los de Lym. Ahora, tenía el rostro a la altura del de Lym. La rubia le sonrió con maldad.

—Te tengo —dijo Helga.

Le tapó a Lym la nariz y la boca con ambas manos y apoyó la cabeza en un antebrazo. Lym estaba desesperada. Pataleó inútilmente, le tiró del pelo a su rival, le empujó un antebrazo, pero no sirvió de nada. Se le acababa el aire.

Lym encogió las piernas y alzó el tronco impulsándose con las pantorrillas. Helga se desequilibró y Lym logró, por primera vez desde que había empezado la lucha, librarse de ella. Helga cayó de costado y Lym, se apresuró a ponerse en pie, jadeando. Helga también jadeó y se puso en pie con más calma.

Lym estaba mareada, y cada una de sus respiraciones sonaba a quejido, de tan fuerte como intentaba recuperar el oxígeno que su rival le había arrebatado. Solo tuvo un instante para recobrarse. Helga cargó contra ella con un grito, esquivó los brazos de Lym y la obligó a mirar al cielo de un tirón de pelo con ambas manos. Lym cayó de espaldas y gimió cuando Helga le cayó encima. Estaba de nuevo como al principio.

Por unos instantes, Lym dejó de luchar. Helga le besó los pechos, le trabó un muslo y, de nuevo, alzó la cadera para golpearle el vientre con el suyo. Cada golpe de Helga le suponía un gemido ahogado. Lym le puso las manos en la espalda y la dejó hacer, sin ideas, derrotada. Se le humedecieron los ojos. Helga no la besaba como lo haría un amante: le tocaba la piel con los labios y hundía el rostro, para fingir que le mordía. A veces, le besaba los pezones endurecidos o se los rozaba y Lym sentía un escalofrío de placer que la desmoralizaba cada vez que sucedía.

Cada vez que el vientre de su rival impactaba contra el de Lym, esta sentía que perdía un poco más de aire. Helga cumplía su palabra: apenas le causaba dolor, solo pérdida de oxígeno. Para darle golpes más fuertes, la rubia estiró los brazos para dejarse caer desde más alto. Sonreía al notar los gemidos de Lym.

Lym sacó fuerzas para un último contrataque. Esperó a que Helga tuviera los brazos estirados y le agarró ambos pechos con las manos. La rubia jadeó con los ojos muy abiertos y rodeó las muñecas de Lym. Parecía desconcertada por ver a Lym emplear el mismo juego sucio que había usado contra ella todo el tiempo.

Lym le estrujaba y liberaba los pechos a su oponente sin parar. Eran un poco más grandes, pero más tiernos que los suyos y, aunque no estrujaba con mucha fuerza, se los deformaba del todo. La llenó de moral advertir que los pezones de Helga se endurecieron. Debía de ser una reacción involuntaria, provocada por el tiempo que llevaban en contacto y por estarse tocando en zonas erógenas.

Helga se había incorporado, sentada sobre el muslo de Lym aunque inclinada hacia su rival, y luchaba por quitarse de encima las manos que le torturaban los pechos. Aquel forcejeo le permitió a Lym recuperar el aliento, ya que casi todo el esfuerzo lo hacía Helga.

Pero la rubia parecía ser experta en jugar sucio. Soltó las muñecas de Lym, aunque esta no paró de torturarle los pechos. Con la izquierda, le agarró el seno derecho a Lym, y le clavó los dedos índice y corazón de la otra mano en el ombligo. Lym gritó al sentir que la rubia le movía los dedos en una zona tan delicada y liberó a su rival para rodearle las muñecas. De nuevo, Helga había invertido la situación y la que intentaba liberarse de las manos que la atormentaban era Lym. Fue inútil, y se vio obligada a aguantar la presión en el ombligo, que le dificultaba respirar.

Lym se sentía agotada. Helga, al fin, liberó sus presas del pecho y el ombligo de su rival y, con rapidez, le inmovilizó las muñecas sobre la arena y le presionó el vientre con la rodilla, mientras plantaba la otra en la arena. Helga le tapó nariz y boca con ambas manos, aunque esta vez con los brazos estirados, y la miró con rabia.

—¡Ríndete ya! —gritó Helga.

La presión de la rodilla le había vaciado los pulmones a Lym: las manos de Helga le impedían volver a llenarlos. Pensó en rendirse, pero le pudo la rabia. Ayudándose de las piernas, alzó el torso, sin hacer caso del dolor que le causaba empujar la rodilla de su rival con el vientre. Helga cayó de costado y se vio obligada a liberarle la boca. Usando el impulso que llevaba, Lym cayó sobre Helga, encogió las piernas y se sentó en el vientre de la rubia. Mientras jadeaba con fuerza y el aire volvía a sus pulmones, Lym con la vista nublada por el cansancio, la falta de aire y las lágrimas, agarró a la rubia del pelo, a ambos lados de la cabeza, y se la golpeó con poca fuerza contra la arena.

Helga seguía estando mucho más entera y Lym empezaba a luchar por instinto. La rubia usó las piernas para hacer caer a Lym de lado y rodar para colocarse de nuevo sobre ella. Lym ya no era capaz de idear estrategias. Solo notó que Helga tenía la cabeza a la altura de su ombligo, el torso entre sus muslos y que tenía que pararla como fuera. Cruzó las piernas sobre la espalda de Helga y le apretó con fuerza los costados. La rubia gritó y se movió para liberarse, pero la presa instintiva de Lym era muy fuerte.

Y, entonces, Helga hizo la jugada más sucia posible. Lym empezó a gritar cuando notó que la rubia le había introducido dos dedos en la vulva y le buscaba la vagina.

—¡No, no! —gritó desesperada Lym al rodearle la muñeca con la mano.

Cuando notó los dedos de aquella guarra dentro de la vagina, la liberó, pero la rubia no correspondió. Se los dejó ahí y le clavó los dedos de la otra mano en el ombligo.

—¡Estoy harta! —gritó la rubia entre jadeos—. ¡Ríndete!

Lym no pudo soportarlo. La excitación involuntaria que le habían provocado el contacto con el cuerpo cálido y suave de la rubia y todas las veces que se había ensañado con sus pechos, se hizo insoportable cuando, no supo si a conciencia o por accidente, notó el pulgar de Helga en el clítoris. Sintió un ardor en el vientre y la rubia lo remató estrujándole de nuevo el seno derecho y tocándole el pezón que tenía tan duro como una piedra.

Para vergüenza de Lym, el orgasmo, que le llegó de inmediato, fue tan intenso que se le escaparon varios gemidos de placer. Relajó los brazos y las piernas, cerró los ojos y dio un suspiro largo.

—Me rindo, Helga —dijo con voz débil—. Suéltame, por favor.

La rubia lo hizo, se puso en pie y se alejó unos pasos caminando de espaldas. Lym se tumbó de costado, encogió las piernas y se sentó con los muslos juntos, cubriéndose los pechos con un antebrazo y con la mano en la zona del vientre, muy dolorida, donde se había clavado la rodilla de su rival.

Lym agachó la cabeza y sollozó. La derrota había sido contundente y Helga había cumplido su palabra de no lastimarla: había sido Lym la que se clavó en el vientre la rodilla de su rival. Su único consuelo era que su enemiga había jugado muy sucio. Pero haber experimentado un orgasmo en pleno duelo era lo más humillante que había sufrido nunca.

—¿Estás bien? —preguntó Helga.

—No te importa —respondió Lym entre sollozos
.
—Lo de la rodilla ha tenido que dolerte. ¿Cómo puedes ser tan bruta?

—Vete a celebrarlo a otro sitio, p…

Lym se contuvo a tiempo. Estaba dolorida y sin fuerzas. Si Helga se enfadaba, sería capaz de destrozarla a golpes.

—Ganar en una pelea no se celebra —dijo Helga, en tono sombrío—. Solo celebraré que ninguna de las dos haya acabado herida.

Lym usó la mano que tenía en el vientre para secarse las lágrimas y miró fijamente a su enemiga.

—Sí —continuó Helga—, me odiarás siempre, pero quiero creer que después de esto no volverás a pegarme nunca. Y, sí, seré una puta, pero soy una puta estúpida porque si esta hubiera sido una pelea sin reglas, estarías ahora llena de mordiscos y de sangre, con la cara desfigurada y los dientes desperdigados sobre la arena. Y si te hubiera hecho eso, me sentiría fatal. Seguro que tú no tendrías remordimientos.

Lym bajó la vista. Le dolía pensar que Helga tenía razón. Ella había soñado con verla destrozada después de recibir una paliza, y era un sueño agradable. Quizá fuese ella, y no Helga, la auténtica villana.

—Déjame en paz —respondió Lym, que bajó la vista y se secó las lágrimas.

La rubia se alejó, se vistió y se marchó. Lym se quedó todo el tiempo sentada y esperó a que desapareciera entre los árboles que había una vez terminada la arena para ponerse en pie. Se palpó el vientre y le dolieron los músculos, pero se convenció de que el único daño que iba a padecer sería un gran moretón.

También estaba segura de otras dos cosas. Iba a seguir odiando a Helga, pero menos que antes. Y jamás volvería a pelear con ella.